viernes, 22 de marzo de 2013

Carta de una convaleciente

Madrid, 22 de marzo de 2013
(Viernes de Dolores)


Queridos míos,

Aprovecho este momento que tengo libre para escribiros unas líneas y tratar de tranquilizaros. Sé que os enterasteis de lo de mi accidente, ¡si es que las malas noticias vuelan! Pero efectivamente sigo viva. Ya sabéis, mala hierba nunca muere. Y sé que habéis estado muy preocupados; he recibido cada una de vuestras llamadas, mensajes y muestras de afecto, pero hasta ahora, no he tenido ocasión de responderos por varias razones.
Uno de los motivos de no haberos escrito antes, es que estando convaleciente me han dicho que lo que necesito es descansar, ir haciendo poco a poco lo que me pide el cuerpo –que para eso es sabio- y evitar los estreses. Como estoy delicada, no me vienen bien los reproches ni los “ya te lo dije”. Sí, ya sé que me habíais advertido de los peligros de determinados rallyes y de no escoger bien el equipo con el que corro; que no os creáis que vuestros consejos por un oído me entran y por otro me salen, solo que soy mayorcita y también tengo derecho a equivocarme tomando mis propias decisiones. Espero que sigáis respetando esto, y que me sigáis apoyando en cada carrera, animando y recogiendo cada vez que me estrelle. Sé que comprendéis mi pasión. ¡Velocidaaaaad!
Efectivamente me volví a piñar. Volví a ponerme tras el volante y escogí un copiloto estupendo pero que no iba a mi ritmo. Nos perdimos por la zona del Alentejo en un circuito apasionante, tuvimos que zamparnos varias etapas para intentar recuperar nuestro puesto, y lo peor es que elegimos un coche que ninguno de los dos sabía manejar bien. Total, que acabamos teniendo un accidente. En fin, lo de siempre: ya sabéis que yo me emociono enseguida con las carreras y me obsesiono con la meta, pero debería ser menos atolondrada y chequear la carrocería, el equipo, y trazar mejor la ruta para que no me volviera a pasar. Joder, ¡es que era un rally en un Aston Martin por una de las playas más bonitas que he visto! Y cualquiera se resiste, aunque sea a costa de perderse o estrellarse. ¡Que me gusta a mí el riesgo!
El caso es que a consecuencia del accidente pasé un par de días en cuidados intensivos, con lo cual no estaba para llamadas ni nada. Lo siento mucho. Creo que lo pasé fatal, no lo recuerdo muy bien; pero superada la angustia de no saber si iba a salir o no de esta, ahora me mantengo estable y me han pasado a planta, con lo cual ya puedo recibir visitas e incluso salir a tomar un poco el aire. De hecho a ratos me apetece, y los médicos dicen que eso es buena señal.
He estado aislada porque resulta que padezco del virus de la tristeza, y me temo que es contagioso, porque al parecer se transmite sutilmente entre la gente. La tristeza es un virus muy chungo que se propaga quitándole valor al resto de las cosas, y te deja chafado y aletargado porque te quita las ganas de todo y ensombrece el mundo. Como no sé quiénes de vosotros estáis vacunados, me ha parecido prudente no someteros a este riesgo; pero a partir de ahora si queréis verme la cara, ya sabéis: vacunados o con mascarilla, que ya está el mundo bastante pocho como para que nos pongamos todos malitos. Se contagia de forma parecida al de la felicidad, llega así, súbitamente, solo que el de la tristeza deja un poso mayor y cuesta un poco más recuperarse, pero en esas estamos.

Ya sabéis que no soy muy fan de medicarme así porque sí, y de hecho me han dicho los expertos que en este caso es mucho mejor combatir el virus afrontándolo directamente que anestesiándose. Se ve que lo de llorar ayuda a lo de la limpieza del organismo bastante, por lo que he reivindicado mi derecho a estar triste y a seguir este tratamiento que me proponen los médicos de asumir lo que tengo sin drogarme ni esconderlo. Hay una cita de Marcel Proust que dice que “sanamos de un sufrimiento sólo al experimentarlo en su totalidad”. Por eso he rechazado vuestras ofertas de emborracharnos para olvidar y tal. Y por eso no he reaccionado a vuestros mensajes de “¡anímate!” o “¡arriba!”. Estoy reconociendo las heridas, sintiendo de manera consciente cada uno de los efectos del virus, y meditando sobre todos ellos para que los del laboratorio encuentren el antídoto. La enfermera me hace anotar los síntomas cada día, y las buenas noticias son que cada vez son menores, aunque de vez en cuando me sigan dando teleles.


Estos días me he dedicado a escuchar música triste, a ver películas tristes, y a regodearme un poquito en el dolor, señal inequívoca de que sigo viva. Me parezco mucho a Rob en "Alta Fidelidad", pero como a él, este momento me está sirviendo para reflexionar sobre todo lo que no me ha salido bien en la vida, y estoy dispuesta a buscar soluciones. Lo de la música y las películas tristes no os creáis que es un acto masoquista; sólo que el cerebro ha de ser coherente con lo que siente el resto del cuerpo, y os aseguro que así estando molida, no me apetece nada el merenguito…¡qué coño, ni en mis momentos más exultantes!. El caso, que resulta que las canciones tristes generan en el cerebro la producción de prolactina, que al parecer es una hormona que también segregan las mamás durante la lactancia y que te da una sensación como de consuelo, en plan “ea ea, todo va a ir bien”. Esto me lo ha contado una chica muy maja que está haciendo la residencia en este hospital; así que no es tan raro lo de querer pasearse un rato por el lado oscuro, porque a veces puede ser hasta reconfortante. Por cierto que ya tengo la respuesta a la pregunta que se hacía Rob en el libro (y la película): "¿Escucho música pop porque estoy triste o estoy triste porque escucho música pop?". La culpa es de la prolactina.
Los médicos me han advertido de los peligros de que el virus se reproduzca en mi cuerpo y me atrape convirtiéndose en depresión, porque el muy jodido se retroalimenta de la tristeza que a la vez te demanda; así, como un círculo vicioso. Pero la suerte es que soy fuerte y que ya he pasado por esto, así que esta vez no me voy a dejar vencer. Además, os tengo a vosotros que ya estáis todos ansiosos porque nos volvamos a echar unas risas. Llegará, lo prometo. Y cambiaré las canciones tristes por otras que me den buen rollo, como las de Ocean Colour Scene, ¿os he contado que voy a su concierto dentro de un mes? ¿Lo veis? Ya tengo una ilusión.
Pues eso, que aunque haya estado y siga estando un poco desaparecida, estoy; y todo esto es cuestión de tiempo, así que agradezco infinito vuestra paciencia y os mando muchos besos.

Rita

P.D.: Del copiloto no he vuelto a saber nada, creo que también está pasando por lo suyo. Si le veis o habláis con él, dadle recuerdos de mi parte, mandadle muchos ánimos y le decís que deseo que se ponga bueno pronto. Que no se crea que le guardo ningún rencor, porque el accidente fue culpa de los dos. Y que ojalá podamos algún día aunque sea dar una vuelta en patinete cuando ambos nos hayamos recuperado.




lunes, 18 de marzo de 2013

Gracias por la asepsia



Él se inventó que era narcotraficante, y ella le contestó que era una dominatrix que se dedicaba a satisfacer los deseos de otros hombres dispuestos a pagar porque una mujer les humillara.
- Me da igual lo que seas, sólo quiero entretenerme un rato por aquí y que me escuches. A veces me siento un poco sola.
Ninguna de sus conversaciones siguió un patrón estándar, y a ella le hacía ilusión haber dado con alguien que entrase en su juego y que compartía su modo alocado de ver la vida. Fantasearon sobre cómo se desarrollaría su primer encuentro en la estación del AVE: él la esperaría con un ramo de flores y al llegar, correrían el uno hacia al otro como si se conocieran y se fundirían en un beso. Empezarían por el final, y ya verían después cómo seguían.
En el tren, mientras ella se repasaba el brillo de labios, recibió una llamada para cancelar la cita:
- No te lo vas a creer, pero mis padres se han presentado en Madrid por sorpresa y hace varios meses que no les veo. Se vuelven mañana y tengo que cenar con ellos, ¿podemos quedar mañana? Prometo compensarte. Te invito a comer.
Subiendo la cuesta de Alfonso XII, se sintió absurda por haberse ilusionado con un encuentro una vez más; patética por ir con tacones repintada tirando de la maleta, mientras los 37º con los que Madrid la recibía derretían su maquillaje y sus ganas de volver a abrirse a alguien. Podría haber cogido un taxi en la estación que la llevara a casa; pero necesitaba sentir el aire caliente en la cara como si la abofeteara con una dosis de realidad. La realidad torcida para la que se sentía desgraciadamente destinada y no aquella con la que soñaba.
El eco en la nevera y la soledad de un Madrid vacío en verano, le hizo cambiar de opinión y decidirse a darle una nueva oportunidad al desconocido. Al fin y al cabo en las 36 horas que iba a pasar en Madrid, lo último en lo que pensaba era en perder el tiempo en ir al supermercado. Ni si quiera para comprar mascarilla para el pelo, algo que su melena pedía a gritos para recuperarse de la mezcla de sol y de mar de los últimos días en la playa.
Un chico alto, con barba y vestido de negro que parecía nervioso recorriendo de un extremo a otro la acera frente a La Mallorquina, destacaba de entre toda la gente que caminaba por Sol. Sin duda era él. Lo primero que pensó ella fue que no tenía la misma pinta que en las fotos, y se planteó retroceder y volver a meterse en el metro.
- Creo que no es mi tipo. He hecho bien en no preocuparme por el aspecto de mi pelo. Estoy segura de que éste no es de los que te lo acarician.
Pero la inercia le llevó a él. Y apenas dos minutos más tarde, sus expectativas sobre ese encuentro cambiaban radicalmente.
- Espera, que creo que se me ha metido algo en el ojo… algo de polvo o ceniza o yo que sé, ¿tienes gotas o colirio? -  dijo él.
- No, lo siento. Ya sabes: las mujeres solemos llevar bolsos enormes pero luego no llevamos cosas realmente importantes o útiles. No sé, si quieres te soplo en el ojo. Eso es lo que hacen en las películas.
Los siguientes segundos parecieron desarrollarse a cámara lenta. Una slow-motion grabó en su memoria cada fotograma recreándose en sus pestañas largas y en los lunares gemelos que descubrió en sus mejillas, situados debajo de cada ojo. Se sintió cómoda invadiendo el espacio personal de aquel desconocido en ese gesto de acariciarle la cara para sujetarla suavemente y soplarle en el ojo. Y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo al tiempo que notó cómo le temblaban las piernas.

En realidad lo que le temblaron fueron los cimientos.
Si esa mota de polvo o ceniza hubiese seguido volando por la calle Arenal, no se habría producido esa extraña reacción química que le hizo ponerse tan nerviosa cuando sus átomos se aproximaron demasiado. Cuando un átomo deseoso de ceder electrones como era ella, se encuentra con otro átomo ávido de ganarlos como era él, es inevitable quedar ionizado y atraerse. Pero la fuerza atractiva puede colapsarse si las nubes de electrones internos que ella tenía, como eran sus miedos e inseguridades, empezaban a entrar en acción haciéndose cargo de repelerse.
Ahogó esos miedos e inseguridades en demasiadas copas de vino, y las ansias por gustarle le hicieron olvidarse de ellos por completo, bajar la guardia y desprenderse de la coraza con la que acudía a cada cita; compensando así la atracción con la repulsión eléctrica para lograr alcanzar un enlace iónico perfecto; lo que ella andaba buscando desde hacía mucho tiempo.
- Bésame. Quiéreme hoy. No me importa lo que me cuentes. Cállame la boca con tus besos para que deje de decir tonterías - gritaba ella desde dentro.
El alcohol actuó de combustible, y la pasión del primer beso provocó un incendio.
- ¿En tu casa o en la mía? Siempre he querido decir esta frase - se rió ella mientras montaban en el taxi.
De no haber sido por esa mota de polvo o ceniza, no habrían follado como lo hicieron aquella tarde, y él no habría salido a la terraza desnudo a compartir con el vecindario su júbilo tras el segundo orgasmo. Fuegos artificiales. Crusaítos sexuales. Y por supuesto que él se enredó en su pelo de estropajo. Detrás de esa fachada de hombre duro, se escondía un gatito zalamero que ronroneaba y que atusaba amorosamente el pelo.
El fuego se mantuvo durante más de dos años y medio. En cada encuentro desahogaban iras o penas, pero la mayoría de las veces desataban pasiones. El tiempo se detenía, y no importaban nada más que ella y él y sus ganas de estar juntos en ese momento. Y paradójicamente aunque su mejor juego era el de las fantasías, ese juego se convirtió con el tiempo en un amor REAL; quizá no convencional, pero AMOR con mayúsculas al fin y al cabo. Amor clandestino. Amor y fuego que reavivaban para enfriarlo súbitamente después, para así poder volver a avivarlo una y otra vez y vivir siempre el vértigo de las alturas y la emoción de los reencuentros.  Amor intermitente que inevitablemente pasa factura, porque igual que la noria sube, también baja; y la angustia de la incertidumbre de si habría o no una siguiente vez, seguramente fuera un peaje muy elevado; por mucho que la noria fuera estupenda.
La última vez que él quiso acabar con el subibaja pensando que era lo mejor para los dos, intentó hacerlo de puntillas, sin dar explicaciones. Esa era su especialidad. Ella le respondió que esta vez no iba a empeñarse en hacerle cambiar de opinión; había agotado ya sus energías, y su actitud había provocado que perdiera la ilusión de seguir dando vueltas en la noria.
- Gracias y lo siento. Te deseo lo mejor-  se despidió él.
- Gracias por la asepsia de tus palabras- pensó ella.
¿Gracias? Las gracias se le quedaban cortas. Te quiero muchísimo pero no puedo continuar así. Ha sido muy especial y siempre te recordaré, pero necesito avanzar. Siento una terrible atracción hacia ti, pero ahora necesito centrarme… Se le ocurrían mil epitafios mejores que un simple y aséptico “gracias” acompañado de un triste "te deseo lo mejor", como el que le desea una pronta recuperación a un enfermo. Ella no entendió ni las maneras ni el momento, ni las últimas caricias que de repente se consumían y reducían como su fuego.
- Claro que te quiero… eres importante para mí. Pero en estos momentos las cosas son así - acabó por sentenciar él.
Sss, sss, sss… el viento soplaba e intentaba apagar su hoguera.
Llegar a la asepsia implica la eliminación de gérmenes, gérmenes como las motas de polvo o ceniza que condicionaron su historia; como también supone la ausencia de otros microorganismos que señalen que allí pueda haber más vida. O sentimientos.
Sss, sss, sss… volvió a soplar el viento. Y nuevas partículas de polvo y ceniza emprendieron el vuelo desde las brasas, que esperaban a ahogarse del todo.


miércoles, 13 de marzo de 2013

Terapias perrunas, lecciones humanas



Admito que con mi perro soy un poco como Belén Esteban con su Adreíta: ¡por mi perro MA-TO! De hecho los momentos en los que más rabia he sacado, ha sido cuando me he tenido que enfrentar con algún intransigente al que le ha molestado su presencia. Y entonces la que ha ladrado he sido yo (“a ver si ata usted a sus niños” o “la que debería llevar bozal es usted” ha llegado a salir de mi boca).
Desde que tengo uso de razón quise uno, y cada 5 de enero soñaba con poder abrir al día siguiente un paquete del que saliera un bicho de cuatro patas que dijera guau. El sueño se cumplió hace casi siete años cuando mi mejor amigo -con el que compartía piso- me regaló un cachorro de schnauzer de dos meses. Dicen que los animales escogen a su líder de entre todos los miembros de la “manada”, y lo cierto es que desde el momento de entregármelo, el perro se pegó a mí. Literalmente. Recuerdo cómo se enganchaba al bajo de mis pantalones para poder seguirme allá donde fuera y cómo se inquietaba cada vez que me perdía de vista.
Soy una dueña responsable; pero la verdad es que no siempre lo fui. Y no me refiero a no recoger sus cacas o a desatenderle. Le sacaba tres o cuatro veces al día a dar unas vueltas por la manzana, le alimentaba, cepillaba, le llevaba al veterinario para hacer sus controles o si estaba malo, le mimaba, jugaba con él, le enseñaba, le corregía si no hacía las cosas bien… Tenía sus necesidades básicas cubiertas, por lo tanto asumí que mi perro era un animal feliz. Sin embargo no me esforcé porque socializara con otros chuchos; no establecimos rutinas (las cuales iban variando según mi estado de ánimo o mis horarios de trabajo), y tuvo que sufrir conmigo los estreses de varios cambios de casa, de ciudad, y por consiguiente también de núcleos familiares o manadas. ¡Pero cuánto le quería! ¡Yo siempre estuve ahí! Y por supuesto que él también me quería… Tanto, que cada vez que se quedaba solo en casa, aullaba y lloraba desconsoladamente hasta que yo regresaba. La situación llegó a ser tan grave que incluso varios vecinos amenazaron con denunciarme, así que desesperada, acudí a una educadora canina para intentar resolver el problema.
Bastó una sola cita para que la experta emitiera su diagnóstico: mi perro sufría hiperapego. Mi error no había sido la falta de cariño, sino quizá el exceso; la sobreprotección y la ignorancia. Resulta que el amor es un poco como el gazpacho: tiene que haber un perfecto equilibrio entre todos los ingredientes que lo componen para que no te repita el ajo o no predomine el pepino o el pimiento sobre el sabor del tomate. Cuando se quiere a otro, si las cantidades de afecto no son las adecuadas –ya sea por exceso o por defecto-, obtenemos un amor enfermo, y por lo tanto se está malqueriendo.
La psicóloga del perro (como me gusta llamarla porque queda como más snob), me enseñó que existían cuatro puntos fundamentales para crear un buen vínculo con el perro: la interacción social, el ejercicio, la disciplina y el juego. Si falla alguno de estos puntos, entonces a la silla le faltan patas y no puede sostenerse bien. Yo lo había hecho mal en al menos dos de esos pilares, y el resultado fue encontrarme con un animal desequilibrado, inseguro y con problemas de dependencia. Es más, mi perro se cree humano y no le gustan los otros perros. Es un poco como el perro Arthur, de la maravillosa película Beginners.
La primera lección que aprendí de la terapia de mi perro, fue que quererle y cumplir con las obligaciones básicas de paseo y alimento, no implicaban estar atendiendo todas sus necesidades. Mi perro era un animal feliz, sí; pero lo iba a ser más si conseguía desarrollar un  vínculo sano a base de escuchar todo lo que él necesitaba y que me estaba reclamando con su comportamiento. Y este aprendizaje lo extrapolé a las relaciones entre los humanos, porque se puede querer mucho a alguien y dar, dar y dar a lo Teresa de Calcuta; y creer que eso tiene que ser suficiente para que todo funcione. -¡Es que le quiero con locura! De nada sirve dar si no se le pregunta al otro qué es lo que quiere o necesita. Uno puede querer agua, y tú no escuchar y estar atiborrándole de pipas que le provocarán además más sed. -¡Es que le doy todo y mira cómo me responde! El otro se ha comido toda tu bolsa de pipas y no sólo no le has saciado, sino que le tienes todo hipertenso y a punto del infarto... Acaba siendo realmente frustrante lo de dar a ciegas y sin mesura, y no obtener a cambio lo que esperas exactamente. 
La siguiente lección que aprendí fue lo jodidamente cierto que es eso de que los perros se parecen a sus dueños. Los dos somos cariñosos, amorosos, tranquilos; pero también tenemos carácter y somos un poco especialicos para según qué cosas. Cuando la educadora me envió un correo explicándome las taras de mi perro y los aspectos que había que reforzar, pensé: un momento, ¿está hablando de mi perro o de mí? Sobre lo que había que trabajar, resaltaban en negrita las palabras independencia, confianza y autoestima. Vamos, como si lo hubiese parido yo, que es un calco de su madre (pero la barba la heredó de su padre, eh?). Si es que lo de amaestrar a una mascota es como educar a un niño, y por mucho amor y empeño que le pongas, es fácil y normal equivocarse. ¡Ya podían venir con un libro de instrucciones! Este aprendizaje también me sirvió para dejar de culpar a mi madre por algunos de sus “errores”.
La tercera lección y más importante es…errr ¿tener hijos? ¿estamos locos? De momento creo que no, gracias. Ya tengo suficiente con él, y desde luego aún muchísimo que aprender.

Y que conste que aunque esté tarado, le adoro tal cual es.


domingo, 10 de marzo de 2013

Yo, calcetín: teoría de las relaciones


Ya sea en el momento de tender la colada o en el de recogerla, en alguna ocasión habréis sufrido la inexplicable desaparición de uno de vuestros calcetines. Miras dentro de la lavadora, en el cesto de la ropa sucia, en el suelo del patio por si se hubiera caído al tenderlo… ¡y el calcetín se ha volatilizado! Ni si quiera revisando los rincones más insospechados de la casa logras encontrarlo. No obstante, en el proceso de búsqueda del calcetín perdido, puedes hallar entre otras cosas aquel mechero que un día diste por desaparecido y que por feo nadie se atrevió a mangarte. Pero lo que es calcetín, ni rastro.
De la misma manera que en física una acción de gravedad extrema lleva a comprimir los átomos hasta generar los agujeros negros, la acción de centrifugado de las lavadoras comprime las partículas de las prendas hasta crear micro agujeros negros en el tambor por los que los calcetines tienden a escabullirse. Que por eso recomiendan no sobrecargar las lavadoras, no te creas. No existen teorías cuánticas  que expliquen lo que ocurre más allá de este horizonte, pero se sabe que la materia que pasa al otro lado no suele regresar; al menos en su estado original. Esta vendría a ser la primera teoría explicativa del misterio del calcetín perdido. Las siguientes teorías las expondré más adelante.
Con la esperanza de que el calcetín autónomo pueda volver a esta dimensión (como Caroline, siguiendo la luz), puedes guardar la pareja que se ha quedado repentinamente soltera en una caja donde irán a parar el resto de los calcetines que sufran el mismo sino.
A veces puedes jugar a hacer de Celestina intentando emparejar los calcetines que una vez fueron matrimonio y que por algún motivo se quedaron solos, juntando entre sí los que más se asemejen, de entre todos los que se encuentran esparcidos en la caja de los singles.
Tristemente aquellos calcetines que más te gustaban, los más especiales, únicos y diferentes, no suelen disfrutar de esa suerte de segundas nupcias porque es muy difícil encontrar una pareja con la que combinen.
Y tarde o temprano decides hacer limpia y deshacerte de todos los miembros solitarios, asumiendo que no tiene sentido seguir conservándolos porque jamás aparecerá el calcetín parejo adecuado.
Tan sorprendente como el concepto de lavadora fagocitadora de calcetines que se deriva de la teoría anteriormente explicada, es ese fenómeno paranormal que hace reaparecer al calcetín que un día decidió marcharse y que tú pensabas que nunca iba a volver. No estaba muerto, que estaba de parranda. Y ahí te lo encuentras, exhausto, agonizante, debajo de tu cama (donde por supuesto ya habías mirado antes), acumulando polvo y pelusas; o pegado a la goma de la lavadora; o inexplicablemente escondido en la funda del nórdico. En su nueva condición de viudo (ya que su pareja, aquella que estuvo esperándole durante mucho tiempo, pasó a mejor vida), habrá de reunirse en la caja con el resto de calcetines abandonados que aguardan una nueva oportunidad para formar pareja.
En parapsicología, estos fenómenos que no tienen explicación, se conocen como JOTTS (Just One of Those Things):  una de esas cosas, uno de esos fenómenos raros, incluso absurdos, que no se ajustan a ningún modelo explicativo. La experta Mary Rose Barrington, creó una clasificación de cuatro posibles JOTTS que podrían ser la segunda teoría explicativa del misterio del calcetín perdido:
  • Paseador, o aquel objeto que desaparece de su lugar de origen y aparece en otro sitio.
  • Retornador, o aquel objeto que desaparece y tiempo más tarde vuelve a aparecer en el mismo lugar.
  • Volador, o aquel objeto que desaparece y nunca más regresa.
  • Aparecido, o aquel objeto que está en un lugar no habitual y regresa a su emplazamiento normal.
Los calcetines sólo pueden cumplir la funcionalidad para la que fueron concebidos siendo pareja. Unos pocos consiguen llegar en amor y compañía hasta el final de sus días; pero los momentos buenos y malos por los que inexorablemente pasan las relaciones, también afectan a las uniones de los calcetines.
La tercera teoría explicativa del misterio del calcetín perdido, pasaría por asumir que los calcetines tienen sentimientos.
Habrá calcetines que consigan resolver las desavenencias con su pareja a base de mucho suavizante y de unos meneítos en el tambor de la lavadora. Otros simplemente necesitan un respiro y por eso desaparecen para después de un tiempo reencontrarse con su homogéneo. Existirán calcetines que agobiados por el compromiso decidan saltar desde la cuerda de tender en busca de la ansiada libertad. Podrá darse también el caso de calcetines que hartos de todos sus semejantes, aprovechen el caos de los lavados para aniquilar y deshacerse de otros, y el efecto limpiador del jabón borrará las huellas del delito. Por supuesto habrá aquellos que se dejen seducir por la tentación de emparejarse indiscriminadamente con cualquiera de los calcetines de la caja de los singles, juntándose hoy con uno y mañana con otro, excusándose en la necesidad de vivir nuevas experiencias. Y desgraciadamente los calcetines menos comunes, únicos y especiales, habrán de asumir un designio inescrutable que les condena a vivir sin pareja ante la imposibilidad de poder encontrar un semejante.
Los humanos somos gregarios y por lo tanto nuestra tendencia natural es la de agruparnos, como los calcetines. Y me encuentro con que soy como ese calcetín especial difícilmente combinable con otros, abocada como él a una existencia desparejada si no le pongo remedio. Pero que si los de la caja no me gustan. Que si con ese no pego ni con cola. Que si el que me gustaba se soltó de la cuerda y huyó. Que si el que me amaba tiró sus ganas por el agujero negro de la lavadora y éstas fueron a parar a ese limbo donde se encuentran otras ganas, calcetines, gomas de pelo, lápices y mecheros que desaparecen. Que si no hacen más que jottlearme, y ahora vienen y ahora van y me vuelven loca. En fin, un sinvivir.
Y lo peor de todo es que me empiezan a salir pelotillas.

jueves, 7 de marzo de 2013

Todo vale



Como princesa solterona cansada de buscar a mi príncipe azul, y encabronada por no encontrar más que sapos o plebeyos marronáceos, no sólo culpo a Disney y a una narrativa infantil asquerosamente optimista de mis erróneas expectativas sobre el amor y las relaciones, sino también a la revista “Nuevo Vale” y a sus consultorios.



La extinta “Nuevo Vale”, lanzada por primera vez en 1979 y que se editó semanalmente hasta febrero del 2012, era una revista de cotilleos de aire desenfadado dirigida a un público post-adolescente en la que entre faltas de ortografía, cero rigor periodístico, anglicismos innecesarios (hot, super, cool, petting…), o un abuso de los signos de admiración que te hacía pensar que todo estaba escrito por una histérica, intercalaban artículos en los que el sexo siempre aparecía de manera más o menos soterrada;  además de testimonios supuestamente reales sobre los primeros besos, la pérdida de la virginidad, las peleas con las amigas por culpa de un tío, o los amores que se truncaban y que siempre se conseguían enderezar gracias a un gran polvo. En sus páginas,  expertos de dudosa profesionalidad respondían a las consultas del lector que siempre giraban en torno a la misma temática (¡sexo, sexo, sexo!), y con sus consejos –incitando siempre a las chicas a ser más extrovertidas y lanzadas y a dar el primer paso- nos dirigían a las mocitas a obviar el amor o el cariño para centrarnos en el sexo, transformándonos en putones verbeneros.
Esta revista no era mala, ¡era peor! Pero cómo me gustaba…
A pesar de no estar recomendada a menores de 18 años, su contenido y su lenguaje hacía entrever que sí que estaba dirigida a ese público, y para las jovencitas curiosas y más salidas que el pico de una mesa que ansiábamos saber, la revista venía a ser el gran tratado de amor y sexo de la época que te contaba con pelos y señales todo aquello que no supieron explicarte ni tus padres ni tus profesores.
En definitiva: si los cuentos y las películas de Disney han interferido en nuestros sueños haciéndonos buscar a seres casi perfectos, fuertes, guapos, cultos, sensibles y simpáticos (Superhéroes del equilibrismo); la revista “Nuevo Vale” nos vino a explicar que el sexo lleva al amor, y que practicarlo es la forma más idónea de su expresión, convenciéndote de que de joven tu única meta había de ser follar como conejos. De hecho creo que ellos inventaron eso de “si no follas, ¿de qué vives gilipollas?”
Entre sus secciones estrella se encontraban “Mi primera vez”, “Mi gran desmadre”, “Qué hubiera pasado si…”, “La postura del mes” o el “Horóscopo”; amén del consultorio sobre sexualidad que englobaba artículos en torno al tema con títulos como “Ponlo a mil”, “Ellos hablan” o “Super hot”.
Como no podía ser de otra manera, el “Horóscopo” no era sólo una predicción semanal sobre salud, amor, trabajo o familia; sino que te informaba de trucos sexuales acordes a tu signo del zodiaco, de las claves para seducir a otros, o de tu compatibilidad -en la cama por supuesto- con el resto de los signos; tratado todo ello con un lenguaje simplón e infantil y por supuesto, rematando cada predicción con un consejo entre exclamaciones: “La luna en tránsito por los Sagi va a traeros un poco de mal rollo a los Leo. Seguramente alucinéis con las movidas que vais a protagonizar, ¡¡¡intenta montártelo guay para evitar los enfados con tus colegas!!!”
Resultaba sospechoso el hecho de que todos los relatos remitidos por las lectoras parecían redactados con el mismo estilo, siguiendo una estructura idéntica y utilizando un lenguaje similar. Curiosamente, y con la cantidad de sinónimos y eufemismos que hay para dirigirse a las partes pudientes, siempre se referían a las de ellas como “mi sexo” y a las de ellos como “el miembro”: “abrí mi sexo para sentir el ímpetu de su miembro penetrándome”. Que digo yo que ya podían haberle pedido ayuda a Leonardo Dantés en la búsqueda de sinónimos, porque no cuela que todas fueran tan finas y cultas pero limitadas.
Las historias de “Mi primera vez” seguían todas el mismo patrón: impúber generalmente fea y tontaina que se quedaba sola en casa y aprovecha la ocasión para perder la virginidad con el tróspido de su novio; o inconsciente que sin saber cómo ni por qué, o por eso de los efluvios del alcohol, acababa perdiendo su flor con el tío más bueno de la discoteca o del instituto en el lugar más insospechado. Y ya  fuera en una cama con pétalos de rosas o en el rincón más incómodo e insalubre, siempre se desarrollaba todo de una manera maravillosa y nada traumática y ambos conseguían llegar al orgasmo. Perdón, al clímax.
En “Mi gran desmadre”, las lectoras explicaban sin pudor alguno experiencias sexuales subiditas de tono al más puro estilo de E.L. James, pero en sus historias, siempre metían disimuladamente el tema de los anticonceptivos (que siempre eran condones, nadie tomaba la píldora): “en ese momento de pasión enloquecida tuve que frenarme para sacar un condón del bolso”. Y chirriaba que tuvieran tanta cabeza para unas cosas y tan poca para otras. Pero estos relatos confieso que me ponían.
“Qué hubiera pasado si…” era un dramón que la autora decidía compartir pensando que su historia podría ayudar a otras chicas que estuviesen pasando por un trance similar, y pretendía adoctrinarte sobre el terrible futuro que te espera si tomas decisiones equivocadas. Pero a pesar de drogas, maltratos, incestos u otras barbaridades, siempre aparecía un hombre maravilloso que te devolvía al buen camino. Por supuesto siempre que podían también te colaban alguna referencia “inocente” al sexo, pero que te hacía pensar que los protagonistas desde luego no iban a perder el viaje: “Juan empezó a lamer lentamente mis lágrimas, y no pude evitar estremecerme y…”
Sin duda alguna, mis secciones favoritas eran la del consultorio y la de los consejos, algunos de los cuales se me han quedado grabados (y/o he practicado).
En el consultorio las lectoras planteaban dudas a cuál más bizarra: ¿Puedo quedarme embarazada si me lo trago? Estoy a dieta, ¿el semen engorda? ¿Es malo masturbarse? ¿Es verdad que si antes de la penetración pasas los testículos por agua fría los espermatozoides no querrán salir? ¿Es normal sentir un orgasmo la primera vez? ¿Tengo que negarme si me pide sexo anal? Y la reacción de los “expertos” a las dudas sobre llevar o no a cabo ciertas prácticas, siempre era la de animar a las chatinas a ceder ante las peticiones de su pareja. “Anda tonta, relájate y disfruta, que te va a gustar, y sobre todo piensa en lo feliz que le vas a hacer a él” – parecía decir el experto que claramente era un hombre, aunque para despistar firmase con nombre de mujer.
De los consejos recuerdo lo de comerse un caramelo de menta antes de hacer una felación para que el chico sientiera el frescor en su glande: ¡¡¡le pondrá a tope!!! O lo del coito bucal, que te imaginabas cualquier cosa y no era más que un beso de tornillo perfeccionado, pero te animaban con un ¡¡¡es super hot!!! y te lo creías y te ponías manos a la obra. O lo de rodear la base del pene con un collar de cuentas y deslizarlo de arriba abajo: ¡¡¡le dejarás KO!!!... pues seguramente, si le pillas los pelillos. O lo de alternar buches de agua caliente y de algo helado en plena mamada, practicando una de mosqueo y de corta rollos a partes iguales.
Tengo que admitir que esta revista me hizo pasar momentos memorables de grandes carcajadas; recuerdo los veraneos con mi prima en los que nos comprábamos la revista y nos pasábamos la tarde en la playa haciendo lecturas dramatizadas de los relatos y alucinando con cada historia.
Y si "Nuevo Vale" era fuerte, telita con su predecesora "Vale". Y como muestra, un botón: