viernes, 11 de noviembre de 2016

Cuarentañera


Mi padre se murió con 42 años. - ¡Era un chico tan joven! – se lamentaba la gente.  - ¿Chico? ¿Joven? - Vale que no era viejo, pero sí era un señor “con una edad” que además había logrado todo lo que cabe esperar en la vida: más de 20 años de matrimonio aparentemente feliz, una hija en la universidad y la otra a punto de entrar, una casa, un buen coche, sus caballos, reconocimiento en el trabajo…. ¡había vivido! – pensaba yo desde mis ojos de 17 años, creyendo que llegar a la edad en la que falleció mi padre aún me quedaba a años luz. 
Calculé que hacia los 25 años habría desparramado ya lo suficiente y tendría la sabiduría necesaria para decidir “sentar cabeza” y comenzar todos esos “planes de adultos” que la sociedad espera que llevemos a cabo. Pero no. La época de los 25 a los 30, probablemente haya sido en la que más he desparramado y menos cabeza he tenido.
Mi madre me advirtió que si a los 30 no me había ido de casa, me echaría. A los 29, in extremis, aproveché unos meses de paro y de dinero ahorrado para mudarme de ciudad, y lo que iban a ser unos meses de prueba fuera del nido materno, se convirtieron en casi 5 años. Y allí tuve que madurar a la fuerza y me hice adulta… más o menos.
- ¡Voy a cumplir 40! – lloraba histérica Sally. - ¿Cuándo? – le contestaba Harry. - ¡Algún día! – Pero eso es dentro de 8 años. - ¡Pero están ahí! ¡Me están acechando! (Escena de “Cuando Harry encontró a Sally” de Rob Reiner, 1989)
Algo así sería el resumen de mis años previos a los 40. Cumplir 40 años lleva implícito entender que estás cerca de la mitad de la vida, por eso supongo que asustan tanto, porque crees que el reloj ha comenzado la cuenta atrás. Joder, ¡¿ya?! Existe además una expectativa impuesta por la sociedad o incluso por nosotros mismos, que nos hace creer que si a los 40 años no tenemos nuestra vida en orden –familia, hijos y un buen trabajo- mal vamos. 
Y yo que estaba convencida de que cuando llegase a la cuarentena, mi vida estaría rodando sola como la de mi padre, y tendría la satisfacción de ser una persona adulta que habría alcanzado sus objetivos vitales. Pero no. 
Aparecía hace unos días un artículo muy interesante en “El País” que planteaba el debate sobre las etapas de la vida, diciendo que tener una edad ya no es lo que era. A los 40 años hace un siglo se era viejo y ahora se es joven. Y menos mal, porque frustra un poco caer en la cuenta de que tus padres te tuvieron con 20 años, tú eras una adolescente cuando ellos tenían 40, y tú a esa edad no te ves lo suficientemente madura como para ser madre. 
- ¡A ver si te haces mayor y aprendes a comer de todo, que ya tienes una edad! – me espetaba mi madre ayer mismo porque dije que no quería comer calamares ya que nunca me han gustado. Que puede que yo tenga algo de síndrome de Peter Pan, no lo voy a negar, pero las búsquedas en Google de joven de 35 años, 36, 37 e incluso 38 demuestran que es un término de uso corriente y aceptado aunque a muchos les suene impropio. CUARENTAAAA. Pero sigo siendo casi joven, oiga. De hecho el artículo explica que las tres transiciones que marcan el fin de la juventud y el inicio de la edad adulta, son la posibilidad de valerse económicamente por sí mismo, dejar la vivienda de los padres y tener pareja e hijos; así que a este paso y sin poder completar las tres transiciones esas, seré según esos términos eternamente joven. Jóvena de cuarenta y. 
¿En qué momento crecí tanto que me convertí en una CUARENTONA? Y ¿qué he hecho todo este tiempo, dormir?
Claro que si los tiempos han cambiado, tendríamos que modificar también nuestro lenguaje y prescindir del sufijo –ON/ONA y sustituirlo por –ERO/ERA. Cuarentañera, que no estamos aún para estar en cuarentena y suena mucho más amable.
Lo cierto es que aún cuarentañera, una empieza a ser consciente de que es mayor; me siento como una joven atrapada en un cuerpo que no me corresponde y que además es incapaz de abatir la ley de la gravedad, que ha pasado a ser un principio que ya no tiene fin. Y me encuentro en un limbo extraño en el que soy mayor para comprar en Bershka o Stradivarius o en la sección joven de cualquier otra tienda, para tener el abono joven, para hacer un Erasmus o viajar de mochilera, para vivir con mis padres, para planear formar una familia, para cambiar de profesión y empezar de cero, para que me cedan el asiento…Pero sin embargo soy joven para comprar en la sección de señora, para disfrutar de descuentos por razón de edad, para viajar con el IMSERSO, para haber terminado de pagar una hipoteca, para jubilarme, para poder ayudar en mudanzas o cargar la compra, para dejar de teñirme las canas, pero sobre todo, joven para tener el carné de gorda menopáusica.
Te has hecho mayor porque ya no soplas velas individuales, sino velas con número. Ya no te dicen “qué guapa eres”, sino “qué guapa estás”, y se dirigen a ti como SEÑORA, y no me refiero al “Señora” que se dice por educación. ¡Coño, que soy una CHICA! En lugar de reírte de los anuncios de Activia o de Vaginesil, te preguntas, ¿funcionarán? No te hace falta beber alcohol para sentir una constante resaca, y si decides salir, lo haces un viernes para tener todo el fin de semana para recuperarte de ese mal cuerpo que se te queda tras tomarte tres copas, que es la muerte en vida. Las 7 de la mañana ya no es la hora a la que te acuestas, sino a la que te levantas. Tu presupuesto de salir de fiesta lo destinas ahora a cremas caras. Los conciertos los ves mucho mejor sentada. Tienes más citas con el médico - porque a casa vieja todo son goteras -, que citas con el sexo opuesto, y en la sala de espera ya no te decantas por el Cosmopolitan, sino por la revista Clara. La velocidad de tu metabolismo se vuelve inversamente proporcional a la aparición de nuevas arrugas y centímetros en tu cintura, las canas ya no sólo pueblan tu cabeza, y al verte una abajo, piensas, ¿se me estará marchitando? Has cambiado el glamour por la comodidad, aunque salir a la calle sin maquillaje, es toda una temeridad. Eres toda una abuela cebolleta que utiliza refranes para hablar o expresiones en desuso de tu época como “¿De qué vas, Bitter Kas?”, “Alucina, vecina”, “Hasta luego, Lucas” o “Para adentro, Romerales”. Y todo lo que crees que pasó hace poco, en realidad ocurrió hace 15 o 20 años.
Pero a partir de los 40 suele aparecer también un sentimiento inmenso y notable: la aceptación de uno mismo. Te conoces más que nadie, sabes quién eres y cuáles son tus limitaciones, aprendes a reírte de ti misma y ya no te da la gana disimular ciertos defectos: son lentejas. Se gana en madurez y serenidad, se aprende a tener mano izquierda pero se pierden los pelos en la lengua, porque sabes que lo que se guarda y no se expulsa, detona en el cuerpo en forma de enfermedades. Aparece esa gloriosa e impune sensación de poder decirle a la gente lo primero que se te viene a la cabeza y quedarte más a gusto que un arbusto, porque te sientes auténtica. 

La sensación de invulnerabilidad se ha perdido, sabes que la eternidad es un cuento, haces inventario de lo que realmente es innegociable e imprescindible, y a partir de ese punto de inflexión te das cuenta de que es casi una obligación moral disfrutar cada momento, del respaldo de tu familia y de los amigos que se cuentan con los dedos de una mano. Sigues sin tener idea de qué va la vida, pero ya no hay tiempo para perderlo en tonterías. Comienza la edad de la liberación.